Reza un dicho que
las palabras “se las lleva el viento”. En cierto modo, así es. Palabras
pronunciadas que consisten en la asociación de múltiples fonemas que tienen un
significado y cuyo sonido se pierde en el vacío al expandirse en forma de ondas.
Y el viento se las lleva. A veces las hace desaparecer, otras las transmite a
algún lugar donde no podrían ser escuchadas sin su ayuda. Pero la permanencia
de las palabras depende de la memoria y de nuestros hechos, y cuando el viento
del tiempo las arrastra, se pierden en el pasado.
Pero el otro
componente de esas palabras es algo maravilloso que, como dijo un joven
filósofo, ni siquiera el tiempo es capaz de destruir. Y eso es aquello que cada
una de esas palabras origina en nuestro corazón. Escuchamos una palabra y
sentimos algo relacionado con ella. Una conversación es una explosión de
emociones encontradas, ya sean dispares o semejantes. Y lo más especial de las
palabras es que, para cada persona, pueden significar una cosa u otra: la
palabra “amor” puede llenar de alegría el corazón de una joven enamorada, hacer
llorar a un hombre que perdió a su amada o embargar a una pareja de ancianos de
nostalgia al recordar aquellos tiempos en los que empezaban a descubrir lo que
era el amor. La palabra “muerte” puede aterrar a los que temen su llegada o
despertar las reflexiones de brillantes pensadores acerca de lo que hay más
allá de ella. Hay palabras como “universo” capaces de hacernos sentir diminutos
en un mundo de gigantes. Una palabra con un significado tan claro como
“invierno” puede reconfortar a alguien que recuerda el fuego del hogar mientras
la nieve cae fuera, mientras que otro puede emocionarse al evocar la adrenalina
que produce esquiar desde lo alto de una montaña. Ni siquiera palabras como
“odio” y “guerra” son negativas, porque nos hacen sentir: sentimos que
rechazamos esos conceptos, sentimos que nos compadecemos de las personas que
sufren, sentimos que queremos ayudarles; en resumen, sentimos que estamos
vivos. “Ocaso” remite a “belleza” para unos y a “muerte” para otros, mientras
que para los menos profundos quizá signifique “cena”, y por tanto disfrutarán
como los primeros imaginando el delicioso sabor de un filete o amargándose como
los segundos ante la perspectiva de un plato lleno de col mustia. Quizá no
recuerdes las palabras exactas que un amigo te dijo cuando te hizo un gran
regalo sin motivo o te ayudó con algún problema sin pedir nada a cambio, pero
siempre quedará en ti la sensación de agradecimiento y amistad que dejaron en
tu corazón. El tiempo puede llevarse consigo los sonidos, incluso el
significado (¿acaso significan hoy día “izquierdo” y “siniestro” lo mismo?),
pero no el sentimiento que crean en nosotros. Tal y como decía Platón, el
concepto, la Idea, es eterna. Aunque, en este caso, no sea inmutable, sobre lo
cual lamento contradecir al sabio griego.
A las palabras no
se las suele respetar mucho. Sufren cambios de significado por mal uso, faltas
de ortografía y menosprecio por parte de aquellos que las usan a su antojo para
manipularnos mediante sus múltiples acepciones. También las acusan de ser
frívolas. Craso error: incluso la palabra “frivolidad” nos remueve algo en el
corazón cuando la escuchamos. Quizá a la persona a la que acusan de frívola en
un entierro por hacer un comentario cómico sólo estaba intentando usar el poder
de las palabras para reconfortarnos y atisbar un ápice de la hermosa palabra
“esperanza” en la emocionante a la vez que inquietante palabra “futuro”. En el
fondo, la única palabra frívola es “palabra”. Cuán peyorativo significado para algo
tan poderoso que puede cambiar nuestra forma de ver el mundo, de ser mejores
personas, y, ante todo, de hacernos sentir vivos. ¿Qué sentido tendría, pues,
la palabra “humanidad”?
Claudia Sanchís